lunes, 15 de abril de 2013

Apetito de destrucción/Derecha antimonárquica

El demonio de la perversidad
Apetito de destrucción

Edgar Allan Poe lo denominó, en un relato célebre, «el demonio de la perversidad». Con esta designación se refería a un primitivo impulso que anida en el alma humana, un «móvil sin motivo» que con frecuencia se muestra como fuerza irresistible. Y lo ejemplificaba del siguiente modo: «Estamos al borde de un precipicio. Miramos el abismo, sentimos malestar y vértigo. Nuestro primer impulso es retroceder ante el peligro. Inexplicablemente, nos quedamos. En lenta graduación, nuestro malestar y nuestro vértigo se confunden en una nube de sentimientos inefables. Por grados aún más imperceptibles esta nube cobra forma, como el vapor de la botella de donde surgió el genio en Las mil y una noches. Pero en esa nube nuestra al borde del precipicio, adquiere consistencia una forma mucho más terrible que cualquier genio o demonio de leyenda, y, sin embargo, es sólo un pensamiento, aunque temible, de esos que hielan hasta la médula de los huesos con la feroz delicia de su horror. Es simplemente la idea de lo que serían nuestras sensaciones durante la veloz caída desde semejante altura. Y esta caída, esta fulminante aniquilación, por la simple razón de que implica la más espantosa y la más abominable entre las más espantosas y abominables imágenes de la muerte y el sufrimiento que jamás se hayan presentado a nuestra imaginación, por esta simple razón la deseamos con más fuerza. Y porque nuestra razón nos aparta violentamente del abismo, por eso nos acercamos a él con más ímpetu».

Este «demonio de la perversidad» al que se refería Poe suele ser acallado en los organismos sanos por un impulso contrario de preservación. Pero, en circunstancias especialmente difíciles, vuelve a asomar la garra, presto a lanzar su zarpazo. Ocurre así en los individuos, y también en las sociedades humanas. En la historia española, no han sido pocas las ocasiones en que el «demonio de la perversidad» nos ha empujado al abismo; y sospecho que ahora mismo nos hallamos ante una de esas ocasiones apremiantes. Existen momentos, en toda vida humana, en los que el deseo de preservación y el de aniquilación afrontan desgarrador combate: en los espíritus débiles, tal combate se resuelve en desistimiento; en los espíritus fuertes, surge una reacción aguerrida. Pero el «demonio de la perversidad», que actúa sobre los espíritus débiles obligándolos a claudicar, puede también actuar sobre los espíritus fuertes, enardeciéndolos con un apetito de destrucción. Ese apetito de destrucción, característico de todas las revoluciones, suele disfrazarse de proclamas utópicas; pero basta rascar su corteza farisaica de aspavientos para que nos muestre su verdadero rostro: es el rostro del abismo, la «feroz delicia del horror». Decía Jardiel Poncela que, cuando han perdido la perspicacia para ver dentro de sí, los hombres pueden convertirse en alimañas sedientas de venganza, cuya «indignación» no es sino el disfraz bajo el que esconden el placer de injuriar y destruir.

Signos de este apetito de destrucción los tenemos por doquier. Los «escraches», ¿qué son, sino un empeño de disfrazar los más aciagos impulsos de venganza con la máscara de la protesta ciudadana? En la ofensiva antimonárquica que no vacila en airear los episodios más escabrosos, ¿subyace solamente un sano afán censorio? Con las expropiaciones a los bancos autorizadas en Andalucía, ¿de veras no se desea otra cosa sino combatir «la tragedia de los desahucios»? Detrás de toda esta irresponsabilidad satisfecha que halaga los más bajos instintos se agazapa aquel demonio de la perversidad que describía Poe; más pronto que tarde probaremos sus consecuencias. 

Derecha antimonárquica

Entre las expresiones más temibles del «demonio de la perversidad» o impulso suicida que aqueja a la sociedad española merece especial atención la fiebre antimonárquica que aqueja a una parte nada exigua de la derecha. Aunque avivado en los últimos años por episodios funestos que han salpicado a la Familia Real, este impulso antimonárquico de la derecha española no es nuevo. Es fácil rastrearlo en ciertas «familias franquistas», sobre todo entre los falangistas (por influencia joseantoniana), pero también en lo que podríamos llamar un «franquismo sociológico» que estima que Juan Carlos traiciona el legado del anterior Jefe de Estado, instaurando un régimen democrático; o que, aceptando la instauración de ese régimen democrático, consideran que el Rey, en el ejercicio de sus responsabilidades, dispensa a la izquierda un trato deferente, que perciben como una concesión, o incluso como un agravio. Sin entrar en mayores profundidades, lo cierto es que ambos reproches son desquiciados: pues ni España habría podido acogerse a otro régimen que no fuese el democrático, tras la muerte de Franco, sin padecer un implacable aislamiento internacional; ni el Rey podría mantener su delicado encaje en una democracia sin tratar de allegar a una izquierda que siempre se ha confesado republicana, aunque haya hecho, por conveniencia, profesión renuente y farisaica de fe «juancarlista».

Esta propensión antimonárquica de cierta derecha se mantendría durante décadas confinada en el ámbito del refunfuño, mientras en la derecha más monárquica iba palideciendo la adhesión institucional, sustituida por un pomposo «juancarlismo», que desplazaba su lealtad desde el plano de los principios al plano de las razones coyunturales. Este «juancarlismo», cortesano y contemporizador, permitió a la derecha monárquica hacerse perdonar ante la izquierda, «juancarlista» por conveniencia. Pero, cuanto más grandilocuentes eran las declaraciones de fe «juancarlista», más precario se volvía el soporte doctrinal de la institución. Entretanto, fueron sucediéndose «novedades» en el seno de la monarquía española: se puso en solfa la prevalencia del varón; se concertaron matrimonios que rompían con tradiciones milenarias, etcétera. Todo en un intento de «democratizar» la institución, como si materia y forma pudieran disociarse alegremente, como si la forma no configurase y diese sentido a la materia. ¡Ay, cuántas desgracias nos ha traído el abandono de la filosofía aristotélica!

Así, poco a poco, en este afán «democratizador» de la institución ocurrió lo que Donoso Cortés refiere a la descomposición de la familia: «La familiaridad sacrílega suprimió la distancia entre los hijos y los padres, echando por el suelo el medianil de la reverencia». Y, mientras la reverencia a la monarquía se desdibujaba surgió en los últimos años una derecha orgullosamente republicana, que ya no era curiosamente una derecha franquista, sino una derecha de cuño liberal (con razón escribía el mismo Donoso que toda sociedad que cae bajo la dominación de esta escuela acaba gangrenada), que entonó con feroz y alegre irresponsabilidad el «Delenda est monarchia», disfrazando su apetito destructivo con las galas censorias y regeneradoras; y a su republicanismo insensato se han ido adhiriendo diversos sectores desnortados de la derecha española que se sienten agraviados o decepcionados por la institución.

Pero la monarquía es -permítasenos el empleo del término paulino- un “katejon”; y removido ese obstáculo no vendrá ninguna república idílica. Vendrán los monstruos de antaño, que ya afilan sus uñas y salivan hambrientos.

Autor: Juan Manuel de Prada

2 comentarios:

Colectivo33 dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
Colectivo33 dijo...

Publicamos hoy estos dos artículos de opinión de Juan Manuel de Prada, al cual consideramos un referente, más allá de que discrepemos parcialmente de su contenido. No somos maniqueos, ni dogmáticos. Somos republicanos, pero creemos que de estos dos artículos, que van relacionados, se pueden extraer enseñanzas muy útiles. ¡Viva la República Sindical!